Estamos en enero de 1494, una vez fundada y comenzada la urbanización de la Isabela se imponía conseguir resultados, encontrar ese oro que el Almirante Cristóbal Colón había esperado que Diego de Arana y sus hombres del Fuerte Navidad hubiesen encontrado mientras esperaban su regreso, pero este plan se había ido al traste, por lo que tendrían que ser ellos mismos los encargados de buscarlo. Colón quería enviar emisarios a Castilla lo antes posible con buenas noticias sobre oros y grandes descubrimientos.
Para lograrlo escogió para la primera expedición a un joven y hábil capitán conquense, Don Alonso de Ojeda, junto con otros quince hombres más para internarse en la isla en búsqueda de esas montañas de la que tanto le habían hablado los indígenas. Calculaba que no debían de encontrarse lejos, a unos cinco o seis días de marcha hacia el sur. También se organizó otra expedición comandada por Ginés de Gorbalán, si bien no ha quedado constancia ni ningún dato reseñable sobre esta última.
La expedición de Alonso de Ojeda partió a principios de enero de 1494 dirigiéndose hacia el sur, atravesando durante los dos primeros días tierras solitarias. Todos los indios huían ante el paso de los españoles. Tras subir una sierra descubrieron una amplia y bonita meseta a través de la cual fluía el caudaloso río Yaque del Norte, decidieron pasar allí la noche. Al contrario que los huidizos indígenas más cercanos a la costa en esta zona fueron muy hospitalarios en todos los sentidos: no sólo atendiendo en las necesidades de agua y comida sino también informando por donde debían de marchar y cómo hacerlo para llegar al Cibao.
Vadearon muchos ríos y llegaron a unas montañas que debían de ser las que franqueaban los límites del Cibao. En todo este tiempo no hubo noticias de Caonabo, cacique del Cibao, atacante del Fuerte Navidad. Tampoco tuvieron noticias de las grandes ciudades repletas de inmensas riquezas que Colón les dijo que verían, ya que él seguía en sus trece de que se encontraban en Cipango, nombre fonéticamente muy parecido a Cibao. Pero nada había cambiado, siguieron viendo lo mismo que en la costa: indios desnudos que vivían en pequeñas tribus de no más de 50 bohíos.
Encontraron pequeñas cantidades de oro en los torrentes y en las arenas de la montaña, suponiendo que enterrado bajo la tierra habría grandes vetas pero no pudieron comprobarlo. También, como dato positivo, pudieron contemplar maravillosos paisajes de magnífica naturaleza y de riquísimos y variados vegetales, así como graciosos y bonitos pajarillos que entonaban canciones de muy diversos tonos.
El 29 de enero de 1494 regresaron exultantes a La Isabela y contaron ansiosamente todo lo que habían visto, análogamente a lo que narró Gorvalán de la otra expedición. Estos testimonios entusiasmaron a Colón que rápidamente, a pesar de encontrarse enfermo, dispuso la partida de doce carabelas a España con estas buenas nuevas y una nueva ración de esperanzas e ilusión que transmitir a los reyes, pero realmente seguía igual que al principio, todo eran suposiciones e indicios pero no había nada de nada.
Colón redactó un largo memorial que entregó a Antonio de Torres para que leyese a los Reyes Católicos en el que narraba lo acaecido y encontrado en la Española, las nuevas esperanzas que se abrían y una larga serie de peticiones de abastecimientos, hombres y herramientas para continuar con la colonización de la isla.